Vidas entrelazadas

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Capítulo 1

BestaSalvaxe

Los gritos de dos madres pariendo a la vez en la sala de partos ponía nerviosos a todos los que estaban esperando fuera el desenlace de tan maravilloso momento. Una parió una niña de cuatro kilos cuatrocientos y la otra un niño de cuatro kilos y doscientos gramos. Y por un momento cuando las enfermeras tenían en sus brazos a los recién nacidos se cruzaron por la misma puerta tocándose con sus manos, fue como una descarga de adrenalina para los dos y se pusieron a llorar.
La pequeña Henar crecía rápido, era como una ardilla traviesa y con dos añitos hablaba más que Rajoy en una rueda de prensa, le gustaba mucho meter las narices en todas partes y tenía un genio que te podía desarbolar con sus contestaciones. Le gustaba comer de todo y a veces le tenían que reñir porque se llevaba la tierra del campo a la boca y le importaba bien poco si en el menú había hormigas, lombrices o escarabajos peloteros, pero como decía su padre, lo que no mata engorda. Y así fue su vida hasta que tuvo dos dedos de frente y aunque no curó su rebeldía, sus dieciocho años fueron una explosión de madurez y belleza.
El pequeño Antonio traía a su madre de cabeza, no tuvo unos primeros meses muy saludables, siempre estaba enfermo pero poco a poco fue sacando fuerzas y saliendo adelante. Lo que no tenía en físico lo tenia en inteligencia, era una máquina devoradora de las matemáticas y le encantaba la pintura, salvo por su personalidad tímida se podría decir que Antonio era un chico más de su barrio al que le gustaba darle a la pelota y las videoconsolas. Pero en su mente había algo que sin saber qué era le comía por dentro, su madre advertida por la profesora de su centro escolar lo llevó a un psicólogo infantil pero el diagnóstico por sorprendente que pareciese fue el de un mal de amores, cosa que a los padres de Antonio los dejó en fuera de juego con su pequeño, hasta que el acné de la pubertad lo plantó en los dieciocho como un suspiro del viento.

Capítulo 2. Parte 1

Antonio Caro Escobar

A pesar del correr del tiempo, a Antonio no se le pasaba ese malestar que sentía en su interior y decidió visitar a un psiquiatra que le recomendó un amigo y que decían que era muy bueno. Para ello tenía que desplazarse hasta la capital, pero eso no lo detuvo. Llamó por teléfono para concertar día y hora.
El día de la cita cogió un tren y fue hasta la capital. Era un viaje de una hora de ida, lo que le daba tiempo para ir pensando en sus cosas y poner en orden su cabeza. Llegado una vez a la capital, buscó un taxi que lo llevara hasta la calle donde el psiquiatra tenía su consulta, subió al piso y entró en la consulta.
La secretaria le preguntó su nombre y consultó en el ordenador.
– Siéntese, Antonio, el doctor Óscar lo recibirá enseguida
– Gracias –contestó, y sin más se sentó y cogió una revista
Pasados unos diez minutos la secretaria le dijo:
– Puede pasar, el doctor lo atenderá ahora.
Antonio levantó la mirada sin entender muy bien cómo lo habían tenido diez minutos allí sentado sin que hubiera nadie dentro, al menos no había salido nadie por la puerta de la consulta.
Sin decir nada se levantó y entró. El psiquiatra estaba sentado detrás de la mesa, levantó la mirada y con una sonrisa franca le dijo:
– Bienvenido, Antonio, siéntese y póngase cómodo. ¿Ha estado en la consulta de un psiquiatra con anterioridad?
– No, nunca, de niño estuve en un psicólogo infantil.
– ¿Puede contarme qué pasó?
– La verdad es que era muy pequeño y no lo recuerdo muy bien. Lo que recuerdo es…
Le contó lo que recordaba de aquellas sesiones de cuando era niño. Óscar lo dejó hablar, solo lo interrumpía para hacerle alguna pregunta muy concreta mientras escribía lo que Antonio iba diciendo.
– Si le soy sincero, no sé cómo ese psicólogo pudo llegar a esa conclusión, no es muy ortodoxa, ya que el mal de amores no es una enfermedad convencional y que se pueda diagnosticar a una edad tan temprana, pero, bueno, eso fue una hipótesis que de momento no vamos a tocar, ¿Qué tal duerme?
– Mal, la verdad.
– Pero qué, ¿no duerme, duerme y se despierta a menudo o duerme un tiempo y se desvela y no puede volver a conciliar el sueño?
– Más bien lo último, me duermo rápido, pero a las dos o tres horas me despierto y se acabó, ya no hay forma de volver a pegar ojo.
– ¿Y qué hace entonces?
– Me levanto y me siento en el ordenador a leer o escribir, o cualquier otra cosa.
– Bien, lo primero que tenemos que hacer es que descanse un poco mejor y poco a poco irá viendo las cosas de otra manera.
El psiquiatra le mandó unas pastillas para el sueño y le citó para un mes después. Lo hizo salir por otra puerta que había al otro lado de la habitación, entonces comprendió por qué había estado esperando en la consulta y no vio salir a nadie: los pacientes salían por aquella puerta para no cruzarse con los otros pacientes y guardar así la privacidad de los mismos.
A pesar de seguir las recomendaciones del psiquiatra y pasar por su consulta al menos seis veces, lo que era más de medio año, él seguía igual. Una mañana coincidió con una amiga que hacía mucho tiempo que no veía mientras tomaba un café en un bar que había debajo de la consulta del psiquiatra, después de la que iba a ser su última consulta. Se encontraba ensimismado en sus pensamientos cuando oyó su nombre.
– ¿Antonio?
– Sí – contestó levantando los ojos de la taza de café–. ¿Nos conocemos?
– No te acuerdas de mí. Soy Amalaidea. Fuimos juntos al colegio.
Se quedó un momento desconcertado.
– ¿Amalaidea? Ah, ahora sí me acuerdo, esa chica que se ganó el mote con creces. Cómo no me iba acordar si fui el centro de tus bromas pesadas.
– Todavía te acuerdas de eso. No me guardarás rencor por aquello, ¿verdad?
– No, aquello fue hace mucho. Y de no haberte visto ahora ni me hubiera acordado siquiera.
– ¿Qué te trae por aquí? Te hacía aún en el pueblo.
– Sí, allí sigo, pero he venido al médico.
Y sin saber exactamente por qué le contó todo lo que hacía y por qué había venido hasta allí.
– La verdad es que me dejas perpleja ante todo lo que me cuentas, ¿y no saben qué te pasa o a consecuencia de qué?
– Pues no, solo conjeturas y nada más. Me mandan un montón de pastillas que no me hacen nada y hasta aquí.
– Yo quizás sepa quién te puede ayudar. No es medicina convencional, pero después de lo que me cuentas no tienes nada que perder.
Y le contó de un conocido suyo que vivía en el monte entre animales de granja y que era lo que se llamaba un curandero o santón.
– Es gallego y se llama Manuel, pero le llaman Bexta. Si quieres lo llamo y le comento que quieres verle.
– Uhhh. Vale, ¿ya, después de todo, qué puedo perder, más tiempo o algo más de dinero?
– Bexta no cobra nada más que la voluntad, es de lo que vive y lo que saca es para mantener la granja y a los animales. Hoy mismo lo llamo y después te cuento.
Se intercambiaron los números de teléfono y se despidieron. Esa misma noche Amalaidea lo llamó por teléfono, le dijo que Bexta lo vería en un par de días y le dio la dirección. Antonio le dio las gracias y le prometió llamar para contarle qué tal le había ido.
Llegó el día esperado, entre dudas e impaciencia se montó en su coche, ya que para subir a la sierra donde vivía el tal Bexta no había transporte publico. Llegó alrededor del mediodía, un par de horas ante de lo acordado, lo que no le importó en absoluto porque se pudo deleitar de las vistas que ofrecía la sierra y el olor a aire puro y fresco de principios de otoño; Media hora antes de la acordada encaró la pista que subía hasta la granja y un hombre, que debía ser el curandero, salió a la puerta a recibirlo.
– ¿Antonio?
– Si, soy yo.
– Te estaba esperando. Amalaidea me ha pedido que te atendiera. Es una muy buena amiga y no podía negarme
– Sí, me lo dijo y me recomendó que viniera para ver si podías ayudarme.
– Me contó por encima un poco lo que te pasa y vamos a ver qué puedo hacer por ti. Entremos dentro.
Una vez en el interior pasaron a una habitación de la casa en la cual no había nada más que una mesa grande en el centro y una pequeña en un rincón con un montón de botes de hierbas y otros mejunjes que no se podía adivinar de qué eran. En las paredes colgados había unos dibujos extraños que con solo verlos te ponían la piel de gallina, imágenes de brujas alrededor de un puchero enorme haciendo un conjuro o eso se imaginó, otra de unas cábalas que un profano en la materia no podía adivinar – Claro que si pudiera adivinar, no tendría que venir a un adivino, pensó y se sonrió.

Capítulo 2. Parte 2

Antonio Caro Escobar

– ¿Qué te hace gracia? –le dijo el curandero que le estaba mirando aunque él se creía lo contrario.
– Nada, perdona me estaba acordando de algo y sonreía solo de pensarlo.
– Bueno, desnúdate, quédate en slips y túmbate encima de la mesa bocarriba.
Se lo quedó mirando, como diciendo ¿qué pretendes hacer, me vas a violar o qué?
– Tranquilo, que no te voy a hacer nada, túmbate y relájate. Voy a pasarte por el cuerpo unas hierbas y a recitar un ensalmo, seguramente voy a entrar en trance, pero no te asustes que es normal. No te va ha pasar nada, tú relájate.
Bexta comenzó a pasarle las hierbas por el cuerpo, la cabeza, las piernas, todo ello a la vez que cantaba con una extraña voz. Antonio no entendía nada más que palabras sueltas, supuso que cantaba en gallego, pero debía de ser un gallego cerrado de los que hablaban en las aldeas del interior de Galicia. Sabía porque lo había leído hace ya tiempo, que en la época de los celtas y posteriores, en las aldeas se hacían aquelarres para ahuyentar los malos espíritus y los malos augurios, pero creía que eso ya estaba olvidado, que era cosa del pasado. En más de una ocasión había escuchado el dicho ese de “yo no creo en las meigas, pero habelas, haylas” o cuando se hacen queimadas y se está quemando que van recitando el conxuro “Mouchos, coruxas, sapos e bruxas, demos, trasgos e diaños. Etc” Pero de ahí a vivirlo en carnes propias va un mundo. Estuvo como una hora o eso pensó él, pero al acabar y una vez vestido salió al porche y vio que estaba oscureciendo. Eran casi las siete, habían pasado cuatro horas, cuatro horas haciendo un conjuro. No se lo podía creer. Había perdido la noción del tiempo por completo sin enterarse.
– ¿Cómo te encuentras? –le preguntó Bexta al salir de la casa y ponerse a su lado.
– Bien, creo, hemos estado cuatro horas y no me he dado cuenta.
– El tiempo pasa volando cuando estás entretenido.
– ¿Qué ha pasado ahí dentro?
– ¿Tú qué crees?
– No lo sé, estaba escuchándote cantar o recitar algo y al rato o lo que se me ha hecho a mí un rato, me dices que me levante y veo que han pasado cuatro horas. Explícamelo tú porque no lo entiendo.
– A grandes rasgos te diré que he entrado en trance a la vez que a ti te he hipnotizado. Eres propenso a ello. Hay gente que no se le puede hipnotizar fácilmente y otras, como es tu caso, que es muy fácil hacerlo. He entrado en tu subconsciente y he buscado por tu psique el porqué de esos problemas tan acusados que arrastras desde niño y te puedo decir que es a consecuencia de algo que te ocurrió siendo un bebe. Al nacer o al poco de nacer alguien te tocó y te transmitió una parte de ella y esa parte es la que te tiene intranquilo. Es como si vivieras la vida de dos personas en una. A esa persona le pasa lo mismo, tiene una parte de ti, que le transmitirá otros sentimientos u otras inquietudes.
– ¿Qué puedo hacer entonces?
– Tienes que buscar a esa persona, sea quien sea y volver a tener un contacto físico de forma que la parte de tu persona te sea restituida y tú le devuelvas la parte suya que hay en ti.
– ¿Y si esa persona sea quien sea ya no vive? Supón que fuera una persona mayor y que ya haya muerto, ¿qué pasará entonces?
– Te puedo asegurar que está viva, de no ser así ya habrías dejado de notar su presencia en tu interior.
– ¿Su presencia? Yo no noto la presencia de nadie.
– Eso es lo que crees, pero todo ese malestar, esas inquietudes que notas son la presencia de ella y a ella le tiene que pasar otro tanto.
Después de despedirse y dejarle una cantidad nada desdeñable como donativo, ya que como le dijo Amalaidea no cobraba nada por la visita, volvió a casa; El camino de vuelta se lo pasó dándole vueltas a la cabeza, a cómo afrontar todo lo que le había ocurrido esa tarde y qué medidas tomar.
Al llegar a casa iba con la determinación de pasar por casa de su madre y que le contara cosas de su niñez para ver si sacaba algo en claro de todo lo que le había dicho el brujo.

Capítulo 3

Henar de Andrés

Chus miró al reloj una y otra vez. Diez minutos, nueve, ocho, siete, seis y medio, seis… ¡Las dos! Se levantó de la silla, cogió la chaqueta y desfiló hasta el otro lado del pasillo. Tocó tres veces en la puerta y después abrió.
– ¿Todavía estás así?
La remitente de la pregunta levantó la vista de todos los papeles y post-its que cubrían la mesa con gesto abatido.
– ¿Te he dicho que odio este trabajo?
Sí, como un millón de veces, más o menos. Sin embargo, Henar necesitaba aquel trabajo que Chus le había conseguido y para el que no estaba cualificada, pero que tenía un buen sueldo y de algo había que comer, ya que la época de no hacer ascos a los escarabajos peloteros, hormigas, lombrices y demás terminó.
– ¿Y quién no? –le respondió como siempre hacía–. Tú piensa que ya se acabó hasta el lunes.
– Creo que me voy a quedar un rato a ver si termino de organizarme.
– ¿Para qué? No te lo van a pagar.
Pues también tiene razón, pensó ella. Chus poseía el poder de convencerla con muy pocas palabras. Así había sido desde que se conocieron, desde que Henar se mudó a la capital tras el divorcio de sus padres y en el colegio la sentaron al lado de un chico de ojos enormes y azules.
– Si me despiden, será por tu culpa, que lo sepas.
– No, será porque eres un poquito inútil.
Chus recibió el “golpe” de una bola de papel en la cara, los dos rieron y salieron del desordenado despacho. Tras una leve caminata llegaron a casa, mucho menos desordenada. Al parecer el alemán, con el que compartían piso y que no hablaba ni papa de español, había hecho limpieza. También había preparado la comida. Resultaba adorable intentando hacerse su amigo.
– ¿Qué vas a hacer hoy? –preguntó Henar al que podía entender la pregunta.
– A las ocho he quedado con Óscar para ir a ver el partido. He invitado a Bingham. ¿Te apuntas?
Bingham en cuanto escuchó su nombre sonrío y se señaló. Los dos lo ignoraron.
– ¿Has quedado con el psiquiatra rarito ese? Me temo que voy a declinar tan aburrida propuesta.
– ¿Por qué no quieres conocerlo? Quizás podría ayudarte con…
Chus se detuvo al recibir la típica miraba que Henar echaba a los informes que pasaban por sus manos y optó por cambiar de tema. Sabía que era lo único en lo que no podía convencerla.
Las pesadillas siempre irían con ella, siempre habían formado parte de su ser, como las sensaciones que le embargaban sin motivo desde que tenía uso de razón. Y se revelaba contra que un psiquiatra pudiera hacer algo.
– ¿Te vas a echar la siesta? –preguntó Chus al ver cómo se levantaba de la mesa y bostezaba.
Asintió. No había dormido mucho la noche anterior, como de costumbre. No tenía muchas esperanzas de conciliar el sueño. No sabía por qué, pero llevaba todo el día nerviosa.

– Coño, Henar, despierta… –dijo Chus desde un lugar lejano, o silenciado por los cánticos de aquel tipo extraño que la buscaba sin tregua, pero ella se conocía la oscuridad de pe a pa, ella había vagado perdida durante demasiado tiempo y quien fuera aquel hombre era nuevo en aquel mundo onírico. Quizá por eso lo temía. Se había acostumbrado a sentirse sola e incompleta. Casi hasta le gustaba, aunque nunca lo dijera en voz alta.
Estaba agotada de correr y de sentirse perseguida. Él estaba cada vez más cerca, lo vio, gritó y recibió un tortazo que la despertó. Bingham sonreía a pocos centímetros de su dolorida cara. Henar pensó en devolverle una porción de lo que le había hecho, pero en verdad se lo agradecía. Mejor un tortazo que el cubo de agua que Chus sujetaba.
– ¿Qué pasa, en esta casa no se puede dormir una tranquila? –bromeó con la voz aún tomada por el miedo.
– Llevamos más de dos horas intentando despertarte. Estabas…
– ¿Son las siete? –le interrumpió para que no siguiera y se secó las lágrimas–. La próxima vez utilizad métodos menos agresivos si queréis hacer de despertador.
Quedó claro que Henar no quería hablar del tema. En los siguientes días Chus le preguntó sin obtener ninguna respuestas más allá de los típicos “no te preocupes, estoy bien” y “ya has visto que no se ha vuelto a repetir”. Los días se hicieron semanas y el recuerdo de aquel hombre se emborronó.
Los tres compañeros de piso veían una película con subtítulos cuando alguien llamó a la puerta. Como siempre Bingham fue a abrir.
– Henar –dijo éste desde la puerta.
– Diles que no queremos nada –gritó ella sin intención de moverse del sofá.
Un hombre se presentó delante de ellos.
– ¿Por qué le has dejado pasar? –preguntó Chus aun sabiendo que no lo iba a entender–. Lo sentimos, pero sea lo que sea lo que vende, no nos interesa.
Henar miraba a aquel hombre, él la miraba a ella y parecía que el tiempo se detenía.
– ¿Nos conocemos?
– Mi nombre es Antonio, y no, no creo que nos conozcamos.
– Antonio, un placer. Ahora si te puedes mover un poquito a la izquierda…
Chus seguía interesado en la película, pero a Henar le importaba un bledo. En Antonio había algo que no sabía muy bien cómo explicarlo. Era como si lo conociera, como si fueran amigos de toda la vida y sintiera paz solo con tenerlo cerca.
– Yo me llamo…
– Henar, lo sé. Llevo buscándote unas semanas. ¿Podemos hablar en privado?
La mirada fija de Bingham lo incomodaba, así que lo llevó a la cocina y preparó un té. Él empezó a contarle su vida, los problemas que había tenido y lo que había descubierto. Aunque todo sonaba a locura, creía en su palabra.
– A ver si me entero, ¿dices que si nos tocamos yo recuperaré esa parte que tú llevas y viceversa?
Antonio asintió y sin más Henar le cogió de la mano.
– ¿Notas algo?
– No, ¿y tú?
Estuvieron un rato así, sin sentir más que la incomodidad de un contacto prolongado. Se terminaron por soltar cuando Chus entró en la cocina.
– ¿Os acabáis de conocer y ya estáis haciendo manitas?
Henar habló abiertamente del tema ante su anonadado amigo.
– Pero si tú no crees en esas chorradas.
– No creía, pero tiene su sentido, por raro que sea. Él de pequeño sintió mi pena cuando mis padres se separaron. ¡Y lo del sueño! ¿Qué me dices de eso? El hombre con el que soñé era un curandero que lo hipnotizó a él.
– Vale, supongamos que me lo creo. ¿Ya os habéis tocado y se han acabado los problemas?
Antonio y Henar se encogieron de hombros.
– Solo el tiempo lo dirá –contestaron al unísono.
Era obvio que tenían muchas cosas en común y que congeniaban. Lo demostraron con una conversación que duró toda la tarde y que hizo que a ambos les doliera la cara de tanto reír. No obstante, la noche llegó y Antonio tenía que coger el tren, el último que salía a su pueblo, y con algo de pena se despidió, no sin antes ofrecerse los números de teléfono.
La noche, en la que los dos esperaban dormir como no lo habían hecho en sus años de vida, no llegó. A las cuatro de la mañana el teléfono de Antonio que descansaba al lado del ordenador donde escribía vibró.
“Buenas noches. Espero no haberte despertado, pero tengo la sensación de que mi parte dormilona sigue contigo.”
“Malas noches. No me has despertado, tranquila. Quizás deberíamos ir a despertar al santón.”
Quedaron para el día siguiente y fueron a la montaña. Bexta en persona daba mucho menos miedo. Les recibió con una gran sonrisa a pesar de que no le habían avisado.
– No sé cómo deciros esto… Veréis, vuestras almas están ligadas –les explicó escuetamente.
Antonio y Henar se quedaron con la misma cara que si hubiera dicho: “Las almas están ligadas. ¿Quién las desligará? El desligador que las desligue buen desligador será.”
– ¿Qué quieres decir? –preguntaron a la vez.
– Que no hay solución. Lleváis demasiado tiempo compartiendo esencia. Ya forma parte de vosotros.
– Algo se podrá hacer, ¿no? –insistió Henar.
– Seguid compartiendo.
– Explícate –exigió Antonio.
– Vuestro problema radica en que habéis estado separados. Si compartís una vida juntos, no volveréis a sentiros vacíos. Ahora, si me disculpáis, una clienta me espera dentro, y como se despierte y vea que no estoy… –Hizo una pausa como si imaginara lo que le sucedería y luego se despidió–: Bueno, un placer ayudaros.
Cerró la puerta y empezaron los cánticos que hicieron estremecer a Henar.
Los dos, confusos, se quedaron ahí, quietos como si el viento los hubiera petrificado, en silencio, cada uno pensando, hasta que Henar se le ocurrió:
– ¿Querrías ser mi compañero de piso? Tendré que decírselo a Chus, que no le hará gracia quedarse sin su habitación-gimnasio, pero seguro que acaba aceptando. Si aceptó a Bingham, ¿por qué a ti no? A menos tocaríamos para pagar el alquiler. ¿Qué me dices? No perdemos nada por intentarlo.
Se conocían de un día, pensaba Antonio, y le estaba pidiendo vivir juntos. ¿Por qué no le parecía raro? ¿Por qué aceptó? Había tantas cosas sin explicación…
A Chus no le gustó la idea de meter a un desconocido en casa, como Henar supuso, pero si era por el bien de ella, no podía negarse. Ojalá lo hubiera hecho, se arrepintió al poco, cuando Henar cada día pasaba más de él para estar con Antonio y Amalaidea, una amiga de la infancia de aquél que quería separarla de su lado, de aquél que había logrado lo que él jamás consiguió. Henar estaba alegre, su cara resplandecía y era más simpática que nunca. Bingham también estaba encantado con la vida, de pasar más tiempo y poder “hablar” con Chus.
– ¿Los ves? Ji, ji, ji. Ja, ja, ja. ¿A que parecen idiotas? –Bingham asintió como siempre hacía cuando notaba una pregunta–. ¿Tú también crees que la está cambiando? Sí, ya. No sé, Bing, soy su amigo, ¿no? Debería decírselo
Sus intentos por hacer ver a Henar lo que estaba pasando no lograron más que separarle de él, cosa que agravaba su furia. La gota colmó el vaso de su paciencia cuando le dijo que si no soportaba verla feliz, era el momento de que se marchara. Él quería que fuera feliz, pero no con Antonio. Fingió que no iba a volver a meterse en su vida, pero en su interior ya lo empezaba a ver claro. Si Antonio moría, Henar recuperaría lo que le correspondía y le faltaba, y sería ella, completa y sin esa desagradable compañía. Tramó el crimen perfecto y a cabo lo llevó.
Henar lo pasó mal, volvió a tener pesadillas, pero con tiempo y ayuda de Óscar lo pudo superar. Sabía que Antonio no se había ido de viaje, que estaba muerto, pero no podía hacer nada más. Recuperó la felicidad, pero no con Chus. Chus había perdido una parte de sí mismo que jamás podría recuperar.

FIN

128 comentarios en “Vidas entrelazadas

  1. Reblogueó esto en Velehayy comentado:
    A pesar de morir a manos del ojo del gran hermano (Chus) Me parece un final fantástico, que ni yo mismo lo hubiera hecho mejor (No es cierto si lo hubiera hecho) Pero no le voy a quitar el merito a Henar. Enhorabuena y gracias por darme el descanso que tanto necesitaba, ahora si que si mi alma vaga por ahí tu seras la responsable «Que lo sepasss»

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  2. Pingback: Vidas entrelazadas | El espacio de Chus

  3. Siempre me pierdo las novedades cuando estoy durmiedo, y al otro día no tengo tiempo para leer todo… no es justo…Henar debes publicar a la una de la madrugada en España para que me llegue el material justo a las cinco de la tarde de aqui, que es cuando estoy libre…jaja

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  4. Pingback: No estaba muerto estaba de parranda | El espacio de Chus

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