Republishing: De la cuneta al cielo

Sí, flipad, al cielo y no al infierno. ¿Qué me pasó aquel día que dejé que Ana eligiera este título entre los varios que ofreció Maximilian? La primera respuesta lógica que os puede venir a la cabeza es que al fin lograron exorcizarme. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que si te rodeas de ángeles al final algo se les acaba contagiando a los demonios interiores. Cuando le propuse a Ana hacer un trío, no imaginé que ocurriría esto, ni mucho menos cuando Maximilian aceptó mezclarse. Ya, lo sé, debí suponer que me perdería entre los sentimientos y la sensualidad que les rodea a este par, que anda que no es espesa ni na’. Llamadme incauta, ingenua o afortunada, sabiendo que la tercera opción es la que me gusta más. Así me sentí y me siento ahora al releerlo.


16 de febrero de 2016

De la cuneta al cielo

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I

Por Ana Fernández Diaz

Salí de casa sin mirar atrás. Cogí el coche y aceleré hasta perderme en la autopista que bordeaba la costa. El límite de velocidad quedó muy lejos en mi cuenta kilómetros y dejé que las lágrimas recorrieran mis mejillas devorando la carretera.

Necesitaba huir de la mierda vital en la que me encontraba.

Acelerando más cada vez.

Y lloraba y corría.

Los árboles que bordeaban la carretera pasaban rápido, apenas sus siluetas me permitían averiguar el camino recorrido. Grité, grité fuerte, con toda la rabia contenida dentro, y el río de emociones barría mi cara y mi alma.

Se fue haciendo de noche.

Apenas me di cuenta, de que necesitaba encender las luces, cuando estuve a punto de salirme en una curva.

Hacía más de diez años que había dejado de fumar pero necesitaba un cigarrillo.

Recordé que Henar siempre guardaba un paquete de cigarrillos en la guantera de mi coche, tras una de nuestras noches de “caza” en la que se quedó sin tabaco para el post coito y me hizo recorrer media ciudad en busca de un 24 horas.

Esa manía suya, y algunas otras igual de insanas, eran las que hacían que me sintiese tremendamente atraída hacia ella.

Nos conocíamos tan bien, que mirar dentro de la otra, a nuestros mutuos abismos era nuestra actividad favorita, descubriendo miserias compartidas y vicios ocultos.

Subí el volumen de la radio y me incliné para abrir la guantera.

Todo su contenido se cayó al suelo y en mi intento por evitar que ocurriese, di un volantazo y…

Abrí los ojos. Estaba viva, algo es algo.

Escuchaba varias voces hablando a mi alrededor.

Estaba oscuro pero algunas luces intermitentes iluminaban a ratos el espacio. Alguien trajo una lámpara portátil que iluminó el interior de mi coche. Estaba viva y podía ver y escuchar. Eran buenas noticias.

No me atrevía a intentar mover ni un músculo por miedo a estar completamente rota por alguna parte.

Los bomberos estaban intentando sacarme cortando el techo de mi coche.

Me protegieron con una manta de esas metálicas mientras cortaban.

En los minutos que duró el proceso fui comprobando mis articulaciones. Cada vez que movía un músculo, un dolor aparecía, lo que significaba que no estaba rota del todo.

Cuando terminaron de cortar, el personal del SAMUR que me rodeaba, hizo las primeras pruebas para comprobar que no había fractura vertebral. Si me movían con una fractura podía quedarme en una silla de ruedas para el resto de mi vida.

Noté un pinchazo en la pierna, señal inequívoca de que todo iba bien.

– Tranquila, has tenido un accidente.

– ¿Cómo te sientes?

– Me duele todo, pero creo que no me he roto nada.

– ¿Puedes decirme tu nombre?

– Ana, Ana Fernández.

– Bien.

Consiguieron sacarme y colocarme en una camilla.

Una enfermera me colocó una vía, tranquilizándome con sus palabras.

Trasladaron la camilla a la ambulancia para un primer examen de urgencia.

– El doctor vendrá en un momento, Ana.

El doctor, como ella lo llamó, entró.

Inundó la ambulancia con su presencia.

Con mirada profesional se inclinó sobre mí y volvió a preguntar mi nombre.

Debió pensar que tenía una fuerte conmoción porque yo sólo veía sus labios, carnosos, rodeados por una barba de tres días.

– ¿No recuerdas tu nombre?

– Si, perdón, me llamo Ana.

– Bien, Ana, ¿recuerdas cómo ha ocurrido?

Otra vez los labios, la barba, y su mano que esta vez examinaba una herida que yo tenía en la ceja.

Su olor me invadió mientras miraba atento mi frente. Pude aspirar su aroma.

Me examinó.

– No parece grave. Tienes algunos cortes superficiales en la cabeza y en las manos, pero no hay nada roto aparentemente. Te llevaremos al hospital para unas radiografías y para suturarte y si todo va bien, en 24 horas podrás irte a casa.

No escuché nada de lo que me decía. Sólo veía la lengua que humedecía los labios. Veía los ojos oscuros mirando atento. Veía su mano escribir el informe mientras se mordía el labio. Me estaba excitando.

– ¿Quieres que avisemos a alguien?

– Si, necesito que venga Henar.

– ¿Henar es tu hermana?

– ¡Henar es mi amiga, avísela, por favor!


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II

Por Henar de Andrés

La melodía de mi móvil me sacó de un fantástico sueño lúbrico, que no era precisamente con el que al parecer había compartido cama. ¿Tanto había bebido como para sobarme sin mandarlo a su casa una vez finiquitado el trato? El dolor de cabeza podía hacer de testigo del juicio.

Quitándome aquel tipo (no recordaba cómo se llamaba) de encima, pude llegar hasta la mesilla y mirar la pantalla del aparato infernal. ¿Las siete de la mañana? Como sea alguien conocido se va a enterar, pensé, aunque el número que aparecía no apuntaba a ello.

– ¿Sí? –respondí con la poca voz que me quedaba.

– Le llamamos del hospital. ¿Es usted Henar?

No recordaba haber mandado a nadie a urgencias la noche anterior, por lo que asentí.

– Verá, su amiga Ana ha tenido un accidente.

No podía ser… Si Ana estaba en mi sueño y estaba mejor que en perfecto estado.

– Dígame que se encuentra bien –exigí con el tono ya despierto y cargado de tensión y miedo.

– Sí, está bien, solo…

– Bueno, eso ya lo juzgaré yo.

Y colgué.

Salté del colchón para rebuscar entre el suelo algo que ponerme, lancé la zapatilla al bello durmiente para que solo fuera bello y se vistiera incluso más rápido que yo, y salimos los dos de la casa. Cogí el primer taxi que pasó sin despedirme y en pocos minutos, aunque a mí se me hicieron eternos, estaba en información preguntando como una histérica dónde se encontraba Ana. Tras varios intentos encontré su habitación. Ella dormía y, a pesar de las magulladuras y cortes, estaba preciosa. Esa afición mía por verla en calma no sé de dónde me venía. Aquel día no lo descubriría, pues el tipo con bata blanca que entró no me permitió resolver el enigma. No me dejé impresionar por su aspecto. Estaba demasiado preocupada y necesitaba interrogarlo. Aunque a decir verdad, unas esposas tampoco me hubiera importado ponerle.

– Amor –me saludó Ana con la sonrisa hipnótica que la caracteriza, cesando mis cansinas preguntas, y haciendo que ya solo pensara en abrazarla, eso sí, con cuidado para no dañarla.

El doctor decidió que lo mejor era dejarnos a solas, o quería que miráramos cómo se alejaba por el pasillo. Le salió bien. Miramos intentando adivinar su culo.

– ¿Cómo te encuentras?

– Agotada.

– ¿Desde cuándo jugar a los médicos te cansa? Dime que te ha examinado a fondo.

Reímos juntas. Siempre reímos, porque es mejor que llorar, y porque teníamos motivos. El tabaco al final no la mató. Pero también podemos hablar en serio. Totalmente en serio la exigí que se viniera conmigo a casa para poder cuidarla y que olvidara al gilipollas de su jefe, que además de romper con ella, la despidió.

– Me he comprado unos puños americanos más bonitos…

Ana no quería que la vengara. Así es ella, demasiado buena, y yo que no puedo decirla que no…

Los días pasaron entre caricias, caricias en las sábanas, porque a ella siempre la permitiría dormir conmigo, caricias en la ducha, caricias mientras comíamos helado frente a la pantalla… Temía que Ana se recuperara y marchara, pero si lo iba a hacer, quería que recordara lo bien que podemos pasarlo juntas.

– Esta noche salimos –anuncié.

– ¿De caza? –preguntó traviesa.

– Nos traeremos una buena pieza, te lo aseguro.

Vestida para matar, como iba Ana, nadie se nos podría resistir. A mí me costaba no arrancarla la ropa y dejar de lado los planes. Me convencí de que si no era ahora, sería luego. Solo tenía que esperar un poco.

– ¿Qué te parece ése? –me preguntó Ana señalándome con la mirada a un candidato que estaba al otro de la barra.

– Psa. No está mal, pero me apetece algo distinto. ¿Y ése?

– Se llama Nicolai y ya te acostaste con él. Dijiste que no dio la talla.

Por eso no lo recordaría.

Descartamos unos cuantos hasta que lo vi.

– ¡Lo tengo! Mira, no me digas que no es perfecto.

– ¿El doctor?

– Vamos, que necesitamos una cura de urgencia.


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III

Por Maximilian Sinn

Un día como cualquier otro, salvo que al terminar mi turno sentía la necesidad de salir a perderme en el fondo de algún vaso de Jack Daniel’s. Hay veces que se encuentran cosas maravillosas… voces, recuerdos, rostros… pero otras veces no hay más que dos cubitos de hielo a medio derretir. Necesitaba olvidar aquel diagnóstico fatal, necesitaba borrar de mi retina aquel rostro desolado por el comienzo de su última cuenta atrás… Así que salí a buscar en el alcohol algo que me hiciera sonreír, salí a jugármela con mi subconsciente.

Esta vez decidí no ir al mismo sitio de siempre, no quería ver el camarero de costumbre, ni apoyarme en esa barra de bar que me conoce mejor a mí que yo a ella. Así que busqué un sitio diferente y encontré un local (siempre encuentro uno) que me parecía lo suficientemente decente como para entrar y a la vez lo suficientemente cargado de vicio como para no querer salir. No me preguntéis cómo se llamaba porque no me acuerdo. Tampoco me acuerdo de cuántas copas me tomé hasta que los dos cubitos de hielo se transformaron en los rostros de aquellas dos mujeres en la otra punta de la barra.
Estaba lo suficientemente tocado por el whisky como para pensar que las conocía y lo suficientemente ilusionado como para pensar que me sonreían. Pero el alcohol no tenía nada que ver. Las conocía… Y sí, me sonreían.

(Si esto fuera una película americana ahora vendría un corte de escena y en la siguiente estaríamos hechos un nudo de seis cuerdas en la cama de alguna de ellas. Pero esto no es una película, ni estamos en los EEUU… Esto es real, esto es España, y me lo tengo que ganar).

Intentaba adivinar de qué las conocía mientras me acercaba… Y cuánto más se encogía la distancia entre nosotros más imbécil me sentía, porque eran preciosas… y porque no lograba acordarme. Me hicieron un favor al adelantarse diciendo “hola, Doctor” casi al unísono porque logré rescatarlas de esa laguna cerebral mía llamada olvido justo antes de inclinarme para darle dos besos a la rubia. Cuando mis labios se estrellaron contra sus mejillas recuperé su nombre, estando tan cerca reconocí su rostro, estando tan cerca… vi los puntos de sutura que yo había creído necesarios para que la cicatriz no fuera tan visible.

Se llamaba Ana y parecía alegrarse mucho de volver a verme. Joaquín diría “dos pupilas que me tratan bien”… Desprendían la dulzura propia de los cruasanes recién hechos mientras me escrutinaban. Lo cierto es que hacía mucho tiempo que no me sentía tan desnudo. En cueros, pero en buenas manos. Sin embargo no era el único que gozaba de esa dulzura. Porque estando en el hospital… prefirió llamar a su amiga Henar antes que a su madre.

Henar era completamente diferente… morena, muy hispana, hablaba con un marcado acento andaluz, tenía “musho arte”. Y al posar sus manos gélidas en mi nuca para decorar mis mejillas con su carmín sentí el deseo de notar esa frialdad en cada uno de los pliegues de mi piel.

Ana olía a perfume de verano y vino tinto, Henar desprendía una mezcla de crema hidratante y marihuana. Entre las dos sumaban los cuatro olores que más me gustaban. Mi mente se había convertido en una máquina de matar, la entrepierna no me dejaba palpitar y la boca… se me había hecho agua. Ana me miraba a mí de la misma manera de la que yo miraba a Henar, yo notaba las pupilas de Ana, Henar leyó mi mente… y nos miraba a los dos.

Se alinearon dos rondas de alcohol y sinceridad, el peso de todas mis noches solitarias, el corazón roto de Ana, los brazos abiertos de Henar y una canción que nos sabíamos los tres para convertirnos en una constelación en el firmamento del placer…

Las miradas de Ana terminaron cumpliendo su propósito y mis pensamientos fueron un libro abierto para las miradas atentas de Henar.

Lo cierto es que pensaba tener una relación sexual dominante, pero estaba en minoría y cuando me di cuenta estaba tumbado boca arriba en el colchón de Ana completamente desnudo intentando distinguir unas caricias de otras. Henar había apagado la luz, así que lo único que me orientaba eran sus ruidos llenos de vicio mezclado con placer, sus risas y sus fragancias. Dejé de buscar una orientación para que me convirtieran en su juguete… Y se sabían todas las jugadas. Y las trampas también.

Me hicieron sentir como una novela virgen que experimenta la primera lectura de unas editoras expertas dispuestas a moldear cada una de mis líneas a su antojo y convenir. Me hicieron quererlas con la voz, después con las manos. Me dieron de beber del mar que encerraba cada una de ellas entre sus muslos. Y yo… las bebí a sorbitos para que no se gastaran del golpe. Se pusieron de acuerdo para convertir mi parte más íntima en un lienzo al rojo vivo para sus labios húmedos y sus pinceles carnosos… Mientras sus bocas me llevaban a otra dimensión, yo manipulaba la superficie de sus pezones endurecidos con manos temblorosas, pero llenas de determinación y dirigidas por la necesidad de complacer en cuerpo y alma a esas dos mujeres…

El paraíso terminó siendo un sitio terrenal en la oscuridad del dormitorio de Ana, y había dos puertas para entrar… Ambas se abrieron para dejarme volar, ambas me dejaron entrar para ser un dios, ambas me rebautizaron con mil nombres mientras las cruzaba… Visité el Edén, y regué dos flores para dejarlas en su sitio, besé sus pétalos y me abrazaron para quedarme dormido agarrado a sus raíces…

Me desperté demasiado tarde para darles los buenos días ya que era mediodía, y muy temprano para decirles “adiós” porque todavía estaban dormidas. Así que antes de irme les dejé una nota en la mesilla de noche:

Si para llegar al infierno había que hacer cola…

me acabo de adelantar;

Y si el cielo es un sitio prohibido…

me habéis dejado entrar.

Maximilian

Me fui de la cama de Ana y los brazos de Henar sabiendo que ellas salieron esa noche para olvidarse de los reveses de la vida, y que yo me había entregado a la oscuridad para desterrar el recuerdo de Caronte. Creo que nuestro encuentro terminó siendo el resultado de dos duelos:

El suyo con la vida, y el mío con la muerte.

Y el que no amaba… moría.

Pero nosotros…

resucitamos.


FIN


Si queréis visitar a estos dos artistas, porque os habéis quedado con ganas de más o porque sí, podéis hacerlo desde aquí:

Reflexiones al borde de los cuarenta – Ana
Hazme poeta – Maximilian

¡Gracias!

103 comentarios en “Republishing: De la cuneta al cielo

  1. Ya no recuerdo cuándo, navegando en mi pantalla (y en mi curiosidad), llegué a «De la cuneta al cielo». Estaban los tres por separado y los busqué porque me estaba quedando con la boca como ya sabes… (patética y divinamente atrapada). Ese día, después de este accidente, el bar y la cama de Ana, comencé a seguirlos a los tres. Releerlo ahora. después de tanto tiempo. me recuerda que tan mal no estoy, que me equivoco mucho en esta vida pero, en algunos casos, no es pa tanto!
    Impecables. Los tres.
    (van mis palmitas ooootra vez… clap, clap, clap).

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