La misma idea en dos cabezas

No sé dónde leí o escuché que “una vez es casualidad, dos veces es coincidencia y tres, un patrón”. Johan Cladheart y yo deberíamos estar investigando el porqué de nuestros esporádicos parecidos, sin embargo, nos proponemos escribir de ello, esta vez aposta. La única premisa, el título de esta entrada. Os dejo con su versión.


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La misma idea en dos cabezas

por Johan Cladheart

Era una mañana fría y el viento golpeaba con estridencia en el ventanal. El fuego se extinguía lentamente y yo revisaba la prensa del día en mi humilde apartamento de Dorset Street chupando la boquilla de ámbar de mi pipa. Gustaba de comprobar personalmente que el tozudo director Woodley no hubiera dado orden a Howard, el linotipista, de cambiar ni una sola de mis palabras. Verán, me dedicaba a escribir breves relatos en el Daily Telegraph, porque según Woodley «no tenía madera de periodista, pero tenía cerebro para inventar mamarrachadas». La breve columna que me ofreció al principio ya era media página y gozaba de cierta fama entre el público más afín al periódico. Pero aquella mañana todo empezó a torcerse.

Una vez hube comprobado que Woodley no había tenido tiempo de tocar mi texto —sólo lo hacía para marcar el territorio, el viejo cascarrabias—, me afané en la lectura del Times. Nunca me importaron mucho las noticias ni llegué a entender por qué corrían de boca en boca por la vecindad, como si unas míseras vidas fueran a cambiar por lo que les acontece a otras. Tal vez quisieran, simplemente, olvidarlas. O consolarse. Aunque tampoco tenía motivo para la queja: al fin y al cabo esa voracidad por el drama era lo que mantenía boyantes mis truculentos relatos. Leía, digo, con atención lo que mi colega Heather Carnaway escribía, unos fúnebres y macabros relatos que escandalizaban a la clientela, pero con los cuales se había hecho un nombre y rivalizaba de algún modo conmigo. En cierta forma nos necesitábamos, pues la muchedumbre comparaba los relatos y eso hacía que, aunque los lectores prefirieran a uno u otro, nos leyeran a ambos. Era un acuerdo tácito que bien conocían Woodley y Edwards, el director del Times. Yo no la trataba en persona, aunque he de reconocer que me intrigaba. Pero me estoy desviando del asunto.

Como he dicho, aquella mañana todo se torció. Cuando empecé a leer su relato mi pipa se precipitó de mis labios al suelo. No parecía posible pero allí estaba: la idea de su historia era exactamente igual a la que yo había publicado esa misma mañana. La escribí la tarde anterior en la gastada Blickensbereer del Daily. Me quedé hasta tarde y no había un alma que quedara por allí. Nunca había mencionado la idea a nadie y estoy seguro de que mi texto fue directo a Howard. Se lo entregué con el tiempo justo, así que era poco probable que el linotipista hubiera hecho una copia para entregársela a la señorita Carnaway. De cualquier modo, ahí estaba su relato, «El asesino de los nombres», que era casi idéntico en forma y fondo a mi texto «El misógino en serie». En ambos se contaba la historia de un asesino en serie que mataba una mujer por letra del abecedario. Muchos de los nombres coincidían, aunque esto entraba dentro de lo probable. En ambos relatos la primera víctima era una Alice, y ambos recurrimos a Queen como recurso para la letra cu. Si bien había diferencias y, como era habitual, una violencia más explicita en el suyo, era inconcebible que ambos hubiéramos tenido la misma idea el mismo día.

Obviamente, el revuelo y los comentarios se sucedieron. Las calles eran un hervidero. Incluso a través de mi ventanal llegaban discusiones acerca de quién había copiado a quién o qué relato era mejor. Otros hablaban de confabulación y estrategia para ganar adeptos. Absorto en lo que decían las gentes de aquello y calculando todas las posibles opciones, recibí un telegrama de Woodley pidiéndome que acudiera a la redacción de inmediato.

—¿Qué demonios se trae con esa Carnaway, Hardy? —me espetó sin esperar a que cerrara la puerta.

—Señor, le confieso que estoy tan sorprendido como usted.

—¿Me está diciendo que esto es una maldita casualidad? ¿Es eso?

—Señor, yo…

—Mire, Hardy. Reconozco que esto nos viene bien, y que han sido muy astutos al tramarlo, pero quiero enterarme de lo que pasa en mi periódico, ¿es mucho pedir?

—Yo…

—¡Claro que no es mucho pedir! No era una pregunta. Así que la próxima vez me consultará primero, ¿estamos? Y olvídese de publicar nada sin que pase por mi despacho.

No esperó mi respuesta. Me di cuenta de que yo creía en la casualidad tanto como él, pero no tenía una explicación mejor. Necesitaba saber cómo había ocurrido, así que me atavié con mi raído sombrero negro y me dirigí al Times. Mi nombre era modestamente conocido pero no así mi rostro, así que no tuve problemas para plantarme allí bajo el nombre de Robert Wells y preguntar por la señorita Carnaway. Me indicaron que no se encontraba allí, facilitándome una dirección para enviar un telegrama si así lo deseaba. Y así lo deseaba. Encontré una oficina de telégrafos próxima y le envié lo que sigue:

Estimada Heather Carnaway, me gustaría aclarar amistosamente tema asesino letras abecedario. Siempre suyo, John Hardy.

Me dirigí a mi apartamento apresurado, pues había olvidado mi pitillera y estaba consumido por la ansiedad que me producía aquel insondable misterio. Pueden jurar que tuve que fumar repetidamente. Al llegar encontré un telegrama de la señorita Carnaway que rezaba así:

Estimado John Hardy, exijo explicación al relato que firma usted en el Daily. Heather Carnaway.

No era una respuesta a mi telegrama. Había sido enviado aproximadamente a la misma hora en la que yo había enviado el mío. Repasé mis pasos de los últimos días y de esa mañana; parecía evidente que ella me estaba espiando y urdiendo un macabro juego para eliminarme de su competencia. Daba vueltas por la sala intentando pensar rápido, pisando con nervio el entarimado hasta que se apoderó de mí la paranoia. Cerré los postigos de las ventanas y me quedé a oscuras cavilando, fumando sin apenas saborear el tabaco y sobresaltado por cualquier ruido. Me dirigí al aparador, palpé mi revólver Eley No. 2 y lo guardé en la chaqueta. Bajé precipitadamente las escaleras y, una vez en la calle, conseguí un coche de alquiler. Le di al cochero la dirección de la señorita Carnaway.

No había luz en su domicilio. Calculé mis opciones mirando en derredor y decidí entrar en una taberna desde la que se podía ver su casa. Un buen brandy tal vez pudiera calmar mis nervios.

Al cabo de una hora, los nervios se convirtieron en seguridad y la seguridad en borrachera. Miraba por el ventanal buscando algún signo de vida en los aposentos de la señorita Carnaway, pero no quería vigilar desde la calle con aquel frío rodeado de ojos que podrían ser testigos en un juicio. Así que pedí el último brandy antes de olvidar el asunto y volver a mi casa riéndome de mi hipocondría, cuando un coche de caballos llegó a su puerta y el cochero ayudó a bajar a una dama, que anduvo torpemente hasta la puerta, trató de meter la llave un par de veces y por fin entró en el recibidor dejando tras de sí un sonoro portazo. La borrachera se convirtió en la seguridad de que aquella mujer era Carnaway y esa seguridad se convirtió, de nuevo, en nerviosismo.

Pagué al tabernero y salí de allí lo más discretamente que pude. Di una vuelta a la manzana para que los ojos ociosos de la clientela no me vieran dirigirme a su puerta directamente, confiando en que la oscuridad que ya empezaba a palparse no les permitiera reconocerme unos minutos más tarde.

Llamé a la puerta pero no hubo respuesta. Me envalentoné, no sé si por el brandy o por lo cerca que estaba de una posible solución, y la emprendí a gritos.

—¡Carnaway! Soy John Hardy. Parece que ha habido un malentendido, creo que deberíamos hablar.

El silenció sólo se interrumpía por el chirrido del viento y por mis golpes en la puerta. Finalmente me rendí y entendí que mi presencia allí podía resultar amenazante. Ya había dado la vuelta cuando oí que la puerta se abría a mis espaldas. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y me giré para ver el indiferente rostro de Heather ante mí, con la puerta entornada, analizando la situación. Hablé para rebajar la tensión.

—Mire, no tengo ni idea de cómo ha podido suceder, sólo quiero aclarar el asunto. Le juro que no copié su texto y no logro entender nada.

Aquello pareció calmarla y con cautela me invitó a pasar. Nos sentamos al lado del fuego en una sala desordenada, con cierto parecido a la mía, repleta de papeles, pesados volúmenes de texto y recortes de periódicos.

—Precisamente vengo de su domicilio —dijo por fin—. Me dieron sus datos en el Daily; no sé si recibió mi telegrama. Esperé a que volviera pero me harté y aquí estoy. Por cierto, tienen buen brandy en McGee’s.

Noté cierto temblor en su voz y una lengua torpe que disimulaba el alcohol, como la mía. Aquello terminó por poner mis nervios a prueba. Una coincidencia, por improbable que fuera, podía pasar. Dos, con el telegrama, ya era una osadía. Pero aquella reunión no podía ser amistosa y sin duda me estaba poniendo a prueba. Ella se excusó por un momento y dejé de razonar. Amartillé el revolver bajo la chaqueta, aprovechando el ruido de unas voces en el exterior —posiblemente de los borrachos con los que había compartido barra unos minutos antes—. Me puse en pie esperando su llegada, con las manos en los bolsillos, apuntando a la puerta del pasillo. El brillo del fuego iluminó el cañón de su Esey No. 2, la misma arma que yo tenía en mi mano. Aquella funesta y enésima avenencia se me hizo demasiado pesada. Sentí un profundo miedo a todas esas combinaciones y a no estar viviendo algo real, y en apenas unos segundos decidí disparar primero y preguntar después.

Apreté el gatillo tan pronto como pude mover el dedo, sintiendo el retroceso del revólver en mi mano y el inconfundible estruendo del arma resonando en la habitación. Un fogonazo. Un pitido agudo después. La vi inclinarse, precipitándose hacia adelante, pero parecía que era la habitación y no ella la que se movía. Cayendo en la alfombra vi su oscura melena en mi horizonte y sentí un pinchazo mordaz. Me di cuenta de que mi cabeza estaba apenas a unos centímetros de la suya y yo también yacía en su alfombra: ella disparó al mismo tiempo.

FIN


¿Cómo os habéis quedado? ¿Os gustó tanto como a mí? No esperéis que el viernes, que será cuando publique lo mío, esté a su altura, porque aquí el artista es él. Aquí donde lo véis, tiene varios discos a sus espaldas. Os animo a que echéis un ojo a su discografía. Yo me hice con el último:

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Envidiadme, que yo lo tengo dedicado.

Como habéis comprobado y comprobáis los que lo conocéis, además de hacer música de la buena, el tío escribe relatos y poesía. A ver si de una puta vez saca su poemario.

Podéis votarlo en los Premios 20Blogs para que, con un poco de suerte, se dé caña.

Make blogosfera great again

¿Ya le he hecho la pelota lo suficiente? Es mi forma de agradecerle esta colaboración.

85 comentarios en “La misma idea en dos cabezas

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  2. Simplemente magnifico…
    El estilo de Johan por supuesto distinto a ti mi «H» y a la vez con un punto de confluencia fatal al final que los hace uno, de alguna manera.
    Tiene un exquisito gusto para el uso de las palabras y eso me fascina.
    Pero sabes que mi «H». Lo que más me gusta es el mensaje en el fondo de estas dos entregas (una sola hasta ahora publicada) y es que vamos a tener la oportunidad de saborear precisamente una misma idea concebidas en dos cabezas distintas… eso es simplemente genialidad.
    Abrazo para ambos. Un placer doble y un honor que me hacen al leerles.

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