La Relatadura

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Me aclaro la garganta de forma profesional, doy dos golpecitos al micrófono y como no me fío de que funcione pregunto: ¿se me escucha? Después me pongo a cantar: «ya vienen los reyes…», pero no me sé más, así que ahí me quedo, incómoda y petrificada en el escenario. Una uva que debió de rondar desde Nochevieja me da un ojo. Vale, ya reacciono.

Sinceramente os he reunido para venderos la moto, bueno, más exactamente no hay ni ventas, ni moto. Igual que no hay comida, pero sí hay bolsas de regalo. Tras superar las 500 descargas, me complace presentar la segunda edición de La Relatadura, mejorada, rejuvenecida y aun así gratis. ¿Que tenéis hambre? ¿Que preferís comida? Pues os pongo un aperitivo. No, no es la uva, que espero que no os deje mal sabor de ojo.

Nuevo prólogo

La andadura comenzó cuando me encontré con el hombre que pensaba con la luna. Me dijo que guardara silencio, y así ella, tan llena de sabiduría, me revelaría mi camino. Tuve paciencia, mucha, pero me estaba empezando a aburrir. Mi mente divagaba: «¿existirá el Grinch de San Valentín
– Lo siento, hombre que piensa con la luna, pero me voy a dormir.
Los Reyes Magos devolvieron mi carta poco exigente de calma por una noche. ¡Maldita suerte! De nuevo me asaltaron las pesadillas. Suicidio por madre, decía el título del sueño, que como en otras ocasiones se me presentaba como si fuera una película con muchos créditos. Casualmente no salía yo, ni siendo la protagonista. Claro, sería porque iba debajo de una sábana y nadie podría reconocerme. Interpreté el papel del simpático fantasma que se le presenta a la nueva inquilina de su casa para que lo ayude con unos asuntillos pendientes con su madre. Tomé su cuerpo prestado, pero los amigos de la poseída percibieron su anómala simpatía y llamaron a un exorcista.
– Vade retro, Satanás.
De repente era la mala de la película y ya se sabe cómo terminan siempre. Antes de perder mi no-vida por completo, pude despertar. Lo hubiera agradecido de no haber entrado en un ciclo de vueltas, vueltas y más vueltas entre las dichosas sábanas.
El amanecer llegó, a pesar de que parecía resistirse. Salí a pasear para ver si quizá el aire me refrescaba la cara y tenía algún poder mágico que borrara las ojeras.
– Buenos días –saludé a mi vecina que estaba con el perro en el parque.
– Más que eso. ¿No te parece que hoy es un día precioso?
«Para ti, que habrás dormido», pensé, pero no lo dije en voz alta, solo asentí.
– Hoy podría afirmar que el mundo de color rosa existe. –La miré como si hubiera perdido la cabeza, apoyó su mano en mi hombro y con una sonrisa susurró–: Miento por ti, por todos, por mí.
No estaba segura de entenderlo, ni siquiera podía asegurar que lo que acababa de decir hubiera salido de su boca o fuera una alucinación causada por la falta de sueño. Todo apuntaba a lo segundo porque al pestañear ya no estaba. El parque estaba vacío y por un momento me planteé qué pasaría si acabara en una isla desierta o si fuera la última persona en el planeta. Siempre me había gustado la soledad. ¿Amor a primera vista? Quizás, pero sé que si se volviera algo impuesto no me gustaría tanto.
Me estaba empezando a dar miedo, así que fui en busca de compañía. Paré en la primera cafetería abierta. No había mucha gente tampoco, pero con aquellos dos guardias civiles, los cuatro obreros y el camarero me valía. Pedí un café y cuando lo trajo estaba acompañado de un trozo de tarta.
– ¿Y esto?
Es para ti.
– No lo he pedido –aclaré.
– Creí que lo necesitabas. Parece que te has levantado con el pie izquierdo.
Levantarse con el pie izquierdo o levantarse con el pie derecho, qué más da. Pero gracias.
Me sonrió y siguió con la conversación que mantenía con los obreros.
– No me vais a creer. Suena a locura, lo sé. Mirad, lo voy a soltar sin rodeos: el otro día vi un gamusino.
Continuó diciendo que ya lo había visto de niño, y por lo tanto fue un reencuentro, un momento incómodo. Siempre había creído que fue cosa de su imaginación o algo del tipo «¿Es un pájaro? ¿En un avión? No, es una alucinación». ¿Alucinación suya o mía? No sabría decir porque los tipos de verde y los que escuchaban al narrador no tenían la cara de flipados que debía de tener yo.
Me zampé el regalo sorpresa, se lo volví a agradecer al camarero, dejé una buena propina y me fui antes de escuchar algo más disparatado que hiciera plantearme ir a ver de nuevo a un psicólogo. No quería que me soltara el rollo de que es tan difícil decir «te quiero» como «te odio», porque no estaba segura de que fuera cierto. Odiaba el mundo y lo quería, y no tenía problema en reconocerlo. Era presa de un dual pensamiento, con un corazón que se alquila.
El cántico en otro idioma me sacó de mis divagaciones e hizo que me percatara de que estaba en un punto de la ciudad que no había recorrido nunca. La extraña canción salía de una tienda, donde un cartel enorme decía que allí se leía la fortuna. Algo me empujó hasta la puerta, abrirla, entrar y ponerme a hablar con una chica que parecía más atenta a las trenzas de su pelo que a lo que le decía. ¿Vería ahí mi fortuna?, porque mi futuro estaría plagado de falta de higiene.
– Veo que acumulas mucho odio por alguien.
Fantaseo con matar a mi jefe, pero creo que nos pasa a muchos –le contesté.
A veces me veía poseída por un espíritu homicida.
– Tengo una predicción funesta para ti.
Que no, que yo no mataría a mi jefe por muy loca que me vuelva, ¿o sí?
Escuché a la perturbada que decía que tenía que morir para luego resurgir.
tranquila, estoy hablando metafóricamente –añadió al ver el terror en mi cara.
Menos mal, ya estaba pensando cuáles serían mis últimas palabras.
– Te convertirás en el narrador subjetivo –sentenció.
– ¿Eh?
– No sé. Es lo que dicen los espíritus y son palabras mayores.
– ¿Perdona? ¿Hablas con espíritus?
– Con los espíritus que tienes al acecho.
«¿Al acecho? Pues huiré de ellos.»
Me transformé en una fugitiva, al menos de la bruja a la que no había pagado.
«Déjalo, no lo pienses y sigue corriendo.» Pero mi cuerpo poco acostumbrado al ejercicio físico necesitaba un descanso.
¿Que por qué no lo olvido? Porque mencioné que mi corazón se alquila, no que vendo mi alma –mascullé a una señora que estaba sentada en el banco de al lado, que por supuesto no me escuchó.
To fast, to happy, así creía que debía de ser la vida. Quizá si iba a alta velocidad, tendría que rastrear durante menos tiempo a la felicidad, o hallar antes el amor de mi vida. Una vez más estaba equivocada y el Destiny –así lo llamaba porque quería hacerme su amiga– me lo demostraba con un cartel de publicidad, que no sé muy bien qué anunciaba, pero me hizo frenar. En él aparecía el vaquero infeliz, al galope, montado en su caballo y dejando una estela de polvo a su paso. Miraba hacia atrás como si no quisiera avanzar, como si quisiera dar al botón de pausa. ¿Estaba huyendo? ¿Habría cometido un delito penal? ¿La chica de sus sueños le dijo: «te quiero solo como amigo» y tuvo que marcharse para poderla olvidar? ¿Descubriría la policía que era el que provocó el genocidio en las cunetas? ¿Marchaba hacia la luz blanca, hacia la otra vida, añorando su hogar, aunque en él tuvo una infancia infernal?
De pronto me di cuenta de que estaba rodeada. Y es bien sabido que cinco son multitud. Podría preguntarles, pero prefería reflexionar sobre qué tenía aquella imagen que nos había hipnotizado, porque hay secretos que es mejor no saber o porque es más fácil que admitir que nunca encontraría la respuesta correcta, ni con ayuda. Quiero creer que nos vimos reflejados. En mi caso yo era la vaquera, que al mirar atrás, se encontraba con un panorama desolador y no quería mirar adelante, ni disfrutar de las vistas del presente, igual que el matrimonio que salía de su casa a la que yo pasaba.
Tres cebollas, una lechuga ¡y pan! Acuérdate del pan.
Y él solo refunfuñó. Bien podía haber cogido la margarita azul que crecía al lado de una alcantarilla y habérsela regalado. Quién sabe. Podía haber sido la despedida. Quizá tenga un accidente de camino al supermercado, ¿y entonces qué, toca lamentarse de las elecciones finales? Aaay, si hubiera ido con menos prisa, no habría tenido aquel terrible encuentro en el tercer kilómetro. Era muy agorera, pero había esperanza. Por primera vez quería empezar de 0, quería ser otra, y ¿qué mejor que haciendo algo que nunca me había atrevido a hacer?
Entré en la tienda bastante nerviosa, mirando todas las pieles enrojecidas, que no los tatuajes, que estaban en las fotos que cubrían las paredes. El tatuador me saludó haciendo que pudiera dejar de pensar cuánto iba a sufrir.
– Quiero un tatuaje, uno de dragones –dije antes de que me diera por echarme a atrás.
¿Por qué dragones? No sé. Tenía que parecer segura de que lo quería.
La tortura comenzó, sin embargo, a medida que se iban definiendo en mi piel recibí una visita inesperada, como un amor extrasensorial por ellos, por los dragones, no por los dolores, que no me va ese rollo.
Imagina –me aconsejaba el más grande de los sanguinarios, el artista torturador–. Piensa en otra cosa.
En realidad fue muy cuidadoso. Era un tipo simpático, si dejabas de lado los prejuicios por sus pintas. Como no estaba muy por la labor de olvidarme de la aguja, me habló mientras miraba el triángulo roto que tenía en su mejilla.
– ¿A qué no sabes lo que significa? Para mí es la última guerra, el acabose. No más amor a tres a bandas.
– ¿Te lo pusiste en la cara para recordártelo cada mañana al mirarte al espejo?
– Algo así. ¿Qué tratas de recordarte tú?
– La loca fantasía –respondí sin saber muy qué quería decir.
Puede que hubiera entrado en trance, fuera de mí, intentando escapar del ruido, o puede que éste me acunara y la modorra me encontrara. El caso es que me hallé persiguiendo el sueño, pero esta vez no corriendo, si no consciente de la página en blanco, del «no se lo cuentes a nadie» y «cuéntaselo a todos», y era fantástico, tanto que pensaba que me lo comería cada día. No fue una pesadilla. Lo desconocido me abrazó en un bonita representación hasta que el martilleo cesó.
Posee, quema y espera.
– ¿Qué has dicho? –le pregunté al hombre cansado de los tríos.
– Nada. Estaba cantando. Ya está.
– Gracias –dije sinceramente al contemplar aquellos dragones envolviendo mi tobillo.
No se aceptan.
Pero el dinero sí, así que pagué y me fui, sintiéndome espécimen, recordando aquel A+ en una redacción del colegio, sin olvidarme de ir a comprar la crema, por supuesto. Presumí de mi tatuaje con el farmacéutico.
Háztelo –le dije cuando me confesó que siempre quiso uno.
Me sorprendí de mí misma porque el día anterior no le hubiera alentado, más bien estaría en su bando, en el de los cobardes que van a la boda, aunque quieran abandonar el altar corriendo, porque es lo correcto, como si no tuvieras derecho a correr el riesgo de equivocarse.
– Pero es que es para toda la vida.
– Podría ser una de las historias del abuelo.
¿Historias? Pasó a ser el sueño el perseguidor, no por mucho tiempo pues una persona especial ayudó a que me alcanzara. La noche me acerca a ella siempre, aunque por el día también me pilla.
¿Hacemos cochifrito?
Durante la comida, le hablé de mi locura de mañana, en un contar por contar, pero creo que también con una segunda intención. Los verbos fantasmas salían de mi boca, intentando convencerla de que hiciera lo mismo para conmigo.
– Soñaba e imaginaba que escribía. Y me gustaba. Sentía…
– ¿Y por qué no lo haces?
¡¡Conseguido!! Ya me habían dado el empujón que necesitaba. No tendría que jugármelo a cara o cruz.
Pero mi antigua yo no se resignaba a abandonarme por completo. Me encontraba contando hasta diez. 1, 2, 3, 4, 5…
– ¿Qué te pasa? ¿El miedo araña contra la ventana?
Efectivamente, de forma incuestionable me agarrotaba los músculos. ¿De qué iba a escribir? ¿De dónde iba a sacar la ortografía y gramática necesarias?
– Deberías ser más indiferente.
– ¡No! ¡Es inútil! No valgo para ello.
– Mientras pataleas y cedes ante el pánico, el número de víctimas a manos del ladrón de corazones sobrepasa la veintena. Venga, cuéntame un cuento.
No quiero, pero debo, ya que así espero que no vuelvas a mencionarlo.
Y empecé originando enigmas, dejándome llevar hasta el Motel Numen, haciendo que quizá mañana fuera el día en el que nos percatáramos de lo que había bajo nuestros pies, en un día de negocios cualquiera, de no ser porque el virus se propagó por la ciudad, el que traía diez veces diez más de lo que yo podría darle, aun transformando mi mundo en una loca fantasía de cien relatos.


Si os animáis a descargarlo, podéis hacerlo desde aquí.

O si sois amantes del papel o paranoicos de la tecnología, acá.

40 comentarios en “La Relatadura

  1. Yo , primero quiero la fiesta , que la ocasión la merece.
    Luego descargaré, uno de la segunda edición, por comparar, pues hace ……que me le lei.
    Agotada la primera edición, ya tenemos la segunda.

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